El motivo de la entrega de hoy es Toda una vida, novela de Robert Seethaler, actor, novelista y guionista de cine, teatro y televisión, nacido en Viena, en 1966.
En esta novela, la historia se centra en la existencia de Andreas Egger, en un pueblo rodeado de montañas. La narración discurre con belleza y sencillez desde el nacimiento a la muerte, tal como anticipa el título. Andreas es abandonado por su madre a los cuatro años y criado por un tío granjero —Kranztocker—, quien lo castiga con una vara de avellano y lo somete al rigor del trabajo, tanto que se le daña una pierna, por lo que queda rengo. Con el tiempo se anima a hacer frente a su explotador y se hace de una parcela para cultivar. Conoce el amor en la persona de Marie con quien se casa, cuando ha comenzado a trabajar en la compañía Bitterman e Hijos, encargada de instalar el teleférico. Muchos acontecimientos se suceden luego: un alud, la ida a la guerra —más de ocho años en Rusia—, el regreso al pueblo, transformado por la invasión de visitantes y esquiadores,
la reinvención de Andreas como guía de turismo… Y así continúa la vida hasta la llegada de la Dama Fría.
Acerca de esta obra dice Ian Mc Ewan: “Una bellísima contemplación de la vida solitaria en un valle remoto, en el que el mundo moderno se va infiltrando poco a poco”.
El que sigue es un fragmento: …”En casa, por las tardes, Egger se sentaba en el borde de la cama y se observaba las manos.
Descansaban sobre su regazo, pesadas y oscuras como tierra pantanosa. La piel estaba cuarteada y arrugada como la de un animal. Tantos años en la roca y en el bosque le habían dejado cicatrices, y cada una de ellas hablaría de desdicha, esfuerzo o logros si Egger pudiera recordar su historia. Desde la noche en que cavó la nieve en busca de Marie tenía las uñas quebradizas y encarnadas en los bordes. La de uno de los pulgares estaba negra y tenía una pequeña abolladura en el medio. Egger levantó las manos para acercárselas a la cara y examinó la piel del dorso, que en algunos puntos parecía lino arrugado. Se vio los callos en las yemas y las protuberancias nudosas en las articulaciones.
La suciedad se le había metido en las grietas y los surcos, y ni el cepillo para caballos ni el jabón duro tenían nada que hacer. Egger vio que las venas se le dibujaban bajo la piel, y si levantaba las manos contra el crepúsculo de la ventana notaba un ligero temblor. Eran las manos de un anciano. Las dejó caer”…