“No puedo, no puedo, no puedo”, le dijo sin respirar. Había intentado de muchas maneras. No sabía cómo lograrlo, pero solo se daba cuenta que le era imposible hacerlo. Busco de toda las maneras posibles, pero llegaba a la conclusión que no iba a poder. Juan le contaba esto a Hernán sentados en un bar. Su voz se quebraba al no encontrar salida a la situación que le tocaba enfrentar.
Juan había creído que iba a poder. Estaba acostumbrado a llegar a todo. Se había criado buscando agradar y conformar a todos. Su energía y su juventud se lo habían permitido. Pasados los años empezaba a darse cuenta que no iba a ser posible hacerlo siempre.
Arrastraba encima de él creer que todo lo podía. Y aquellos que lo conocen se habían acostumbrado que era así. Siempre se esperó de él más de lo que él mismo podía. Eso lo llevó a creerse por encima de sus propias capacidades. Algo que le jugaba en contra cuando no llegaba a satisfacer las expectativas de los demás.
Eso era lo que lo tenía angustiado. Saber que no podía ser perfecto. Se había creído que podía todo. Su sobre exigencia lo había llevado a obrar de tal manera que era capaz de alcanzar todo lo que se proponía. El paso del tiempo le fue demostrando que no. Que eso no era posible. Que apenas podía consigo mismo y que el desafío más grande que enfrentaba era asumir que no podía todo. Que si lo había logrado, ya no era posible. Que algo dentro de él lo conducía a asumir que ya no podía.
El proceso de crecimiento le hizo crecer en la humildad de asumir que no era omnipotente y que convivir con esa realidad era la ocasión de liberarse. La libertad de aceptar sus propias limitaciones fue la oportunidad de su vida. Era el momento en el que podía por fin convivir consigo mismo sin el miedo a no poder.
Era la posibilidad de convivir con la realidad. Nada más liberador que aceptar no poder. Humillante, sin duda, pero nada más sano que eso. Vivir cargando con el “siempre puedo”, lo llevó a Juan a sentir que no podía más de la angustia y de la desesperación. No quiere vivir más con
pastillas para poder dormir o antidepresivos para tapar la angustia que enfrenta. No sabe cómo vivir de otra manera. No encuentra la forma en la que pueda salir de la situación que le toca enfrentar; él mismo.
Hernán se pregunta: “¿Cómo poder ayudarlo? ¿Qué hacer con alguien que tiene que asumir el, muchas veces imposible, “no puedo”? Buscando algo que pueda ayudarlo. Buscando darle una mano recordó una frase que le había hecho mucho bien, y se la escribió en la servilleta de la cafetería. La frase era de San Juan Pablo II y decía así: “Nacimos para ser felices, no para ser perfectos… el amanecer es la parte más bonita del día porque es cuando Dios te dice: “Levántate”. Te regalo otra oportunidad de vivir y de comenzar nuevamente de mi mano”. ¡Los días buenos te dan felicidad, los días malos te dan experiencia, los intentos te mantienen fuerte, las pruebas te mantienen humano, las caídas te mantienen humilde, pero solo Dios te mantiene en pie!
Juan la miró, la leyó y no pudo menos que ponerse a llorar. Había encontrado la respuesta que estaba buscando. Por primera vez en su vida le habían dicho que no debía ser perfecto. Que la vida misma era el camino para alcanzar el sueño de la felicidad. Que toda su vida era una ocasión para poder lograrlo. Que no estaba arrojado a la desesperación. Que cada mañana era una nueva ocasión. Que siempre podía empezar de nuevo.
Juan no es muy creyente en Dios. Pero ese día sí pudo sentir que Dios estaba cerca. Que no lo había abandonado y que tenía la oportunidad de su vida en buscar la felicidad y no la perfección.
Se despidieron después que pudo estar más tranquilo. Juan siempre le agradecerá a Dios haberse cruzado con Hernán. Esos encuentros que a Dios no se le escapan. Ocasiones que siempre son un regalo.
Pagaron la cuenta y se despidieron. No sin hacerlo con un abrazo apretado. Esos abrazos que te aprietan hasta el alma.
¡Hasta la próxima!